El libro está organizado en cuatro capítulos, introducción y unas conclusiones. Se trata de un texto sencillo por que tiene buena estructura y la redacción es ligera, de tal forma que el lector es llevado de la mano a conocer las principales ideas, propuestas, hipótesis y conclusiones sin enredos ni mayores complicaciones. No nos agobia con el uso recurrente de terminología especializada, ni tampoco nos somete a largas sesiones de lucubración teórica infértil y fuera de lugar. Al contrario, como si se tratara de postales, en breves apartados lo mismo nos explica las herramientas analíticas que habrá de utilizar, o nos describe el entorno, presente y pasado de una comunidad y de la región que la contiene.
En otras palabras, es un libro claro y fácil de leer. No se trata de ese tipo de estudios monográficos que da miedo leer, esos que no podemos ver sino como una manda, un castigo que los ancestros nos envían por haber elegido determinando grupo o región; en él no existen esas infinitas listas de precios, ni aquellas tediosas descripciones del ritual que rayan en la inmoralidad, y que en realidad son transcripciones del diario de campo. Por eso el libro es sencillo, porque su autora ha discriminado entre lo necesario y lo accesorio.
¿Por qué rito y no mito? Esa es la primera pregunta que la autora se propone responder para justificar su tema de estudio. Para la antropología, y el análisis del discurso mitológico del ritual han sido considerados claves para desentrañar las formas de pensamiento más íntimas de una cultura, pues sin duda en ellos se concentran y expresan de maneras diversas muchas de las creencias que dan sustento y hacen aprehensible el Universo. Sin embargo, en el caso de los nahuas de Naupan el corpus mitológico se halla seriamente fragmentado y es potestad de unos cuantos ancianos, era casi imposible pensarlos en contexto.
No así el ritual, que muestra la vigencia, vitalidad y dispersión suficientes como para representar las formas de pensamiento de la comunidad que lo reproduce. Claro está que los rituales no existen aislados ni todos son de la misma clase y, por tanto, no todos pueden tener igual vigencia ni representar al grupo en los mismos términos. Por eso Lourdes Baez restringió su campo de estudio a aquellos cuya finalidad consiste en explicar nuestra existencia, nuestro paso por la vida y, en el caso de los nahuas, el inevitable regresar a la muerte.
Los rituales del ciclo vital son de singular importancia porque el hombre sólo puede pensar el universo a partir de sí mismo, y de ahí el eterno antropocentrismo a lo largo y ancho del mundo. De ahí la tendencia a proyectar nuestro ser a todo lo que nos rodea, volviendo análogos nuestros ciclos de desarrollo con el de las estrellas, las estaciones, las plantas y animales; pero sobre todo, proyectándonos en lo que nos da sustento y sentido en el mundo. Ese es el caso de los nahuas y otros grupos indígenas de tradición mesoamericana.
El cosmos indígena tiene como fundamento el cuerpo, sus fluidos, temperaturas, género y, por supuesto, su ciclo de vida-muerte. El Sol, las plantas, la Luna, los animales, todo parece reproducir este eterno curso; y es precisamente porque la muerte de un hombre es como la muerte del Sol y un recién nacido como el maíz tierno, que a partir de los rituales del ciclo vital pueden leerse no sólo las diferentes categorías etarias y sus respectivos valores sociales, sino también los principios que rigen el movimiento y la marcha del Universo.
El capítulo primero está dedicado a la teoría antropológica del ritual, en concreto a los autores de quienes nuestra autora se nutrió para dar forma a sus interpretaciones. La lista es muy amplia y sería inapropiado intentar resumir su contenido, por ello quisiera resaltar a ciertos autores de influencia determinante para el desarrollo profesional de Lourdes Baez, y en primera instancia Arnold van Gennep, con quien la disciplina estará eternamente en deuda.
Como sabemos, van Gennep propuso la existencia de un tipo especial de ritual denominado rito de paso, cuya característica radica en funcionar como puente simbólico entre dos espacios o categorías. Obviamente, para que dicho tránsito pueda llevarse a cabo es necesario que el “iniciado”, se desprenda de lo que social mente lo define, que sufra una muerte simbólica, y posteriormente pueda renacer en una nueva condición. No obstante, dicha transformación social no es inmediata, pues entre la muerte y el renacimiento simbólico existe un periodo en el que el iniciado no pertenece a ninguna de las categorías y permanece en el umbral, en una indefinición incómoda para la sociedad.
Este periodo de margen, o liminal, fue desarrollado más tarde por Victor Turner y Mary Douglas, quienes centraron sus esfuerzos en entender la naturaleza, aparentemente antisocial y peligrosa, que marca a los individuos que llevan a cabo este tipo de rituales. A partir de estos supuestos teóricos, la maestra Baez propone que los rituales nahuas del ciclo vital deben ser entendidos y abordados como ritos de paso y, por tanto, concede especial atención al énfasis que los nahuas dan a cada una de las fases rituales, ya sean de separación, margen o agregación.
Claro que este capítulo no versa únicamente sobre las fases del ritual, pues también discute los elementos u objetivos centrales que parecen jugar un papel trascendental durante la puesta en escena del ritual, y que son, a fin de cuentas, los que determinan su intención. Debemos recordar que toda acción colectiva es intencionada, no hay azar en el ritual, y por ello toda improvisación responde a una lógica preestablecida que, si bien dinámica, asegura la repetición del mensaje.
De esta forma, nuestra autora retoma el concepto de elemento “focalizador” propuesto por Pierre Smith, pues “permite que estos elementos centrales se consideren a partir de dos dimensiones: una social y otra simbólica, que se relejarán en el contexto social en el mismo sentido, como una expresión social para inducir a la acción; y a través de la configuración simbólica para reconstruir su imagen del mundo”. Debe mencionarse que la elección del elemento focalizador como guía de interpretación tuvo lugar una vez que la autora contrastó su pertinencia con las propuestas de “símbolo dominante” (Turner), “moléculas” (Galinier) y “símbolo” (Vogt).
El segundo capítulo, “El universo nahua”, aunque no es un apartado teórico es resultado de una de las propuestas más serias y poderosas para la interpretación del simbolismo indígena de tradición me so americana. Se trata de la teoría histórico-etnográfica del núcleo duro mesoamericano, ampliamente estudiado y defendido por Alfredo López Austin. Como es casi imposible no atender las evidentes y a veces abrumadoras similitudes, que aún persisten entre las culturas indígenas al momento del contacto y las contemporáneas —sobre todo en el ámbito mágico-religioso, y más cuando se trata de grupos nahuas—, nuestra autora decidió reconstruir a grandes rasgos, a partir de las fuentes y otros estudios de corte histórico, las concepciones que los nahuas prehispánicos tuvieron acerca de su lugar en el cosmos: cuál fue la estructura básica de su universo, sus orígenes, la manera en que se situaron en el tiempo y, por supuesto, las formas en que pensaron la vida y vivieron la muerte.
Entonces encontramos que “el cosmos nahua fue concebido a partir del modelo corporal”, por lo que el “hombre debía ser casi perfecto, semejante a los dioses, para poder considerarse como centro del mundo”. Sin embargo el hombre es un ser imperfecto, y para alcanzar la plenitud necesita seguir a pie juntillas las normas de comportamiento social dictadas por los dioses, pues sólo cumpliendo con sus deberes con la sociedad, que no es otra cosas que los dioses mismos, se aseguraba la marcha del cosmos.
No obstante, dioses y hombres jamás serán iguales y, por ende, no podrán compartir el mundo, por lo menos no el mismo espacio. Por tanto, el nacimiento del quinto sol, nuestro sol movimiento, marca tanto el inicio del tiempo humano como la muerte de las deidades. El sacrificio de los dioses establece el equilibrio, que no es otra cosa que un eterno juego de alternancias en donde la noche sucede al día, lo mismo que la muerte a la vida, el inframundo al cielo, la mujer al hombre en un tiempo reincidente.
Así, “el hombre concebía su naturaleza como algo inestable y su meta permanente era alcanzar el equilibrio perfecto. Ello, paradójicamente, nunca se lograba a plenitud, pues siempre había una lucha de fuerzas opuestas y complementarias, como la expresada entre Quetzalcóaltl y Tezcatlipoca, quienes representan por un lado las fuerzas contrarias pero por el otro el principio de dualidad”. En este sentido, concluye, vida y muerte son, a fin de cuentas, dos aspectos de una misma realidad. De ahí que se creyera que los recién nacidos provenían del mundo de los muertos, mientras los difuntos iniciaban un largo trayecto hacia él, según el tipo de muerte que hayan tenido.
En el tercer capítulo se nos trae de regreso al presente para conocer Naupan. Ubicado en un territorio originalmente totonaco, esta comunidad nahua se ve enfrentada a dos regiones culturales que, aun cuando tienen la costa del golfo de México como referencia geográfica y simbólica fundamental, permanecen distintas: la Huasteca y la Sierra Norte de Puebla. La región de Huauchinango, Xicotepec, Pahuatlán y otras comunidades pareciera ser una zona de tránsito entre los totonacas y nahuas sur occidentales, y los nahuas, totonacos, tepehuas y otomíes del noroccidente.
Por lo tanto, su ubicación resulta estratégica desde un punto de vista antropológico, pues algún día, gracias a trabajos como el de Lourdes Baez, estaremos en condiciones de entender las dinámicas culturales que diferencian y acercan a los núcleos nahuas, totonacos, tepehuas y otomíes que cohabitan en la Huasteca del Sur y la Sierra Norte de Puebla.
En este capítulo se plantea el contexto general del municipio, desde su historia hasta los indicadores socio-económicos, haciendo referencia a fenómenos recientes como la migración, cuyo impacto en las formas tradicionales de reproducción social aún no podemos dimensionar del todo. Posteriormente se describe a grandes rasgos el sistema de parentesco nahua, el cual parece ajustarse en lo general al modelo que rige en toda la Sierra Norte y gran parte de Mesoamérica, prevaleciendo el tipo congaticio, la residencia viripatrilocal y la endogamia de comunidad.
Inmediatamente después aborda dos tipos de relación que a lo largo de su trabajo serán fundamentales: el parentesco figurado y el parentesco ritual, ambos considerados por Pitt Rivers como seudo parentescos. Y su importancia radica en el hecho de que permiten establecer importantes redes de alianza más allá del ámbito parental definido en gran parte por el matrimonio. Con respecto al primero de ellos, el figurado, destaca el caso de las parteras, a quienes se aplica el término de tocitzin, que se traduce como abuelas. Pero esto va más allá del plano terminológico, ya que además de ser muy respetadas, juegan un rol central en los rituales de nacimiento y muerte, es decir, son fundamentales para el buen tránsito hacia el mundo sobrenatural.
Con respecto al parentesco ritual, está por demás repetir la gran importancia que tiene en la estructuración de las comunidades indígenas de nuestro país. Por ejemplo, en Naupan existen catorce tipos de compadrazgo de importancia desigual, y destacan por su trascendencia los de bautizo, matrimonio, saca misa, y el que se establece con la partera y el difunto; todos estrechamente vinculados con el ciclo vital.
Finalmente, y para dar cuerpo y unidad al conjunto de relaciones sociales descritas, Baez discurre sobre el principio de reciprocidad que prevalece en Naupan, para después proponer un modelo de intercambio propio de los nahuas serranos, y donde el saludo entre compadres, altamente ritualizado, debe ser considerado “como primer aspecto de este sistema de prestaciones y contraprestaciones”; sin embargo, en realidad este modelo de intercambio se potencializa en los momentos más importantes del ciclo vital: el nacimiento, el matrimonio y la muerte.
“Las acciones simbólicas: los rituales del ciclo vital” es un capítulo que se integra al contenido de los dos primeros, ya que en él se abordan los rituales contemporáneos a partir de las diversas herramientas de análisis planteadas en el capítulo uno, y de las principales nociones sobre el cosmos, el cuerpo, la vida y la muerte que tenían los nahuas prehispánicos, según fueron descritos en el capítulo dos. Todo esto en el contexto general del municipio de Naupan, pero atendiendo a las diversas relaciones de intercambio generadas según el tipo de parentesco, y con la obligación de tener siempre el oído abierto para la abundante información etnográfica que sostiene su aparato interpretativo.
Al igual que sus antepasados del Altiplano Central, los nahuas de Naupan entienden la vida y la muerte como parte de un mismo proceso que “todo hombre debe cumplir en la tierra en un tiempo determinado y que reproduce metafóricamente el camino que sigue el sol, éste como elemento creador y ordenador del movimiento cósmico”. De ahí que la muerte no sea un fin sino simplemente un tránsito, una etapa en la eterna lucha de opuestos. No obstante, como ya señalara Van Gennep, esta paso de un estado a otro, de la vida a la muerte o viceversa, nunca es inmediato, existe un estado intermedio y por ello ambiguo, que por estar falto de certeza amenaza el orden social.
Esto explica por qué tanto la madre recién parida como su criatura deben ser alejados del mundo cotidiano durante quince días, hasta que diversos actos rituales y ofrendas los hayan despojado de la esencia mortecina de que están impregnados: la mujer por haber muerto y renacido metafóricamente en el parto, considerado como una agonía, y el neonato porque proviene del mundo de los muertos. A lo largo de este periodo liminal ellos permanecen en un estado donde vida y muerte se confunden. Igual sucede con los difuntos, quienes deambulan en nuestro mundo tiempo después de que fueron enterrados, y a quienes debemos convencer —mediante ciertos rituales como la levantada de la cruz, la cruzada del río y el cabo de año— para que dejen este mundo que ya no es el suyo.
Es en gran parte porque suponen estados marginales que “el nacimiento y la muerte en Naupan son los acontecimientos que generan mayor atención; por lo mismo a éstos se les dedican más rituales”. De igual forma, debido al peligro que suponen para el orden social, no cualquiera puede reintegrar a su respectivo mundo a los vivos y a los muertos, por eso las figuras de la partera y el sepulturero resultan imprescindibles para el ritual. En palabras de Baez, en Naupan “se considera que sólo el sepulturero y la partera no corren peligro de contaminarse en este tipo de acontecimientos, como los funerales, en parte por su vínculo con lo sagrado”.
Pero estos rituales no se reducen a un estado de liminalidad donde un conjunto de actores cumple funciones precisas, mientras otros parecen someterse a su voluntad, y por ello habrá que reparar en aquellos elementos que dirigen la significación, es decir, en los elementos focalizadores. Entre los más importantes e imprescindibles tenemos el copal, que cumple las veces de comunicador con las divinidades; las flores, de carácter masculino y consideradas el “don” más preciado que los hombres pueden hacer a sus divinidades. No puede faltar el refino o aguardiente, de innegables propiedades curativas y naturaleza caliente; los cigarros, que ayudan a ahuyentar los malos aires y a sus dueños; velas para comunicarse con los dioses. El agua y el fuego; la primera, vital a todas luces, y que además sirve para limpiar las impurezas del acto sexual; el segundo, máximo agente de trasformación e igualmente indispensable para la existencia humana. Y finalmente las súplicas y los números, que no son simples palabras y cantidades, sino receptáculos de energía enviados a las divinidades, o bien calidades benéficas o nefastas.
¿Y quiénes son esas divinidades a las que se ofrenda y con las que se trata de comunicar durante un ritual? Según Baez, el mundo nahua de Naupan está plagado de entes que de una manera u otra participan en el ciclo vital de los hombres. Entre los más importantes des tacan el Sol, asociado con la tortilla y al maíz; San Francisco, considerado el dueño del maíz; la Cihuapipiltin, dueña de los niños y patrona de las parteras, que entre los nahuas prehispánicos eran las mujeres muertas en el primer parto y acompañaban al Sol en su trayecto hacia el ocaso. Santa Martha es una deidad estrechamente vinculada con la Cihuapipiltin, pues se cree que es la dueña del temascal, metafóricamente visto como el vientre de la Tierra. Por último San Marcos, patrón de la comunidad y considerado dueño de los naguales. Claro que a estos númenes se añade una multitud de dueños que deambulan y habitan el entorno.
Una vez que contamos con todos los elementos necesarios para entenderlos, Baez describe las acciones simbólicas, que quizá podrían considerarse rituales en sí mismos, vinculadas al nacimiento y la muerte. En realidad no tendría caso resumir cada una de ellas, pues la idea es que lean el libro; por tanto me limitaré a enumerarlas, pero no sin advertir que cada descripción es una fuente valiosa de datos, ya sea para comparar con otras regiones y grupos, o para comprender el universo nahua de los alrededores de Huauchinago.
Acaecido el parto, un individuo debe cumplir con seis acciones rituales que le permitirán ingresar de pleno derecho a la comunidad: se trata del “levantamiento del niño”, cuya finalidad es solicitar a la Cihuapipiltin protección para el pequeño; mediante el “enterramiento del ombligo” una parte del nuevo ser es reintegrada a su fuente original, es decir, a la tierra. El “baño de temascal”, el “lavado de la ropa” de la parturienta y la “ida a tirar el ocopetate en el monte” son acciones relacionadas: ocopetate es un tipo de helecho usado para cubrir el suelo del temascal, y tiene como objetivo eliminar la suciedad con la que madre e hijo llegan al mundo después del parto.
La última de estas acciones vinculadas con el nacimiento es el “lavado de manos”, secuencia ritual muy interesante y que implica la presencia de los padrinos de bautizo del niño, así como de la partera. En esta ocasión hay baile y fiesta y, como su nombre lo indica, marca el término del periodo de suciedad y peligro que representa el niño para todos los que sostienen un vínculo ritual o familiar con la criatura; esta ceremonia marca el nacimiento social del niño.
Con respecto a los rituales de muerte, en Naupan encontramos cinco: “el velorio”, “el entierro”, “cruzar el río”, “el novenario” y “la levantada de cruz”. De éstos vale la pena destacar el tercero, pues la idea de cruzar el río no deja de recordarnos la extendida creencia de que los muertos eran ayudados por perros a cruzar el afluente que separa nuestro mundo del más allá. Este ritual tiene lugar después del entierro y en él participan el sepulturero, la familia del difunto y los padrinos de cruz; en esta acción queda clarísima la necesidad social de trascender los umbrales, de eliminar cuanto antes las zonas de ambigüedad que atentan contra el orden establecido, y al respecto la autora comenta que dicho ritual “pretende facilitar al difunto el cruce del primer obstáculo”.
Ya hacia el final de capítulo se dedican algunas páginas a la fiesta de Todos Santos, destacando el indiscutible carácter sincrético de esta celebración indígena, y su coincidencia con el término del ciclo del maíz de temporal. Dicha situación convierte a esta celebración en una fiesta de acción de gracias, donde los vivos ofrendan y devuelven a los muertos, a la tierra, los frutos que anualmente les regalan; al mismo tiempo celebran a sus compadres, que, como hemos visto, resultan imprescindibles para estos rituales del ciclo vital.
Por otro lado, llama la atención que para la gente de Naupan no todos los difuntos llegan para el día de Todos San tos, pues algunos, en concreto los que no han cumplido el año de fallecidos, andan por ahí, merodeando, desde el 4 de octubre, día de San Francisco, considerado el dueño del maíz. También existe la creencia de que todos los difuntos permanecen en el pueblo hasta el 30 de noviembre, así que en realidad dilatan un mes conviviendo con los vivos, aunque las ofrendas y la celebración tengan lugar los días 1 y 2, como en el resto de los grupos de la región.
También resulta interesante saber que no todos los altares se instalan dentro de las casas, pues quienes fueron asesinados, o a las mujeres que mueren como consecuencia de un aborto, no se les invita a pasar y se les ofrenda afuera. Esto nos remite inmediatamente a la lógica mesoamericana, en virtud de la cual no es el comportamiento a lo largo de la vida el que define la última morada, sino el tipo de muerte, tal como muestra la autora para el caso de los asesinados, los muertos por rayo y los pequeños.
En fin, como no es bueno adelantar las conclusiones de un libro, invito a los interesados en la etnografía a leer y juzgar El juego de las alternancias.
Sobre el autor
Leopoldo Trejo
Museo Nacional de Antropología, INAH.