En Ciencias Sociales las metodologías se pueden utilizar como forma de familiarizarse con el medio y la sociedad en que se mueve el investigador, así como una guía para el conocimiento de un objeto de estudio. Por ello, las metodologías ejercen un papel muy importante antes de que se establezca una relación más directa con la realidad, poseyendo mayor importancia en los momentos de inseguridad y desconocimiento respecto a lo que se desea conocer e interpretar. En ocasiones sucede que, las metodologías son guías finiquitantes y absolutas para personas inexperimentadas o afectadas por una desconfianza o inseguridad excesiva. En conjunto las metodologías resultan siempre imprescindibles para abordar terrenos que nos resultan desconocidos, aunque por algunos son utilizadas como teoría sintética e, incluso, como juicio apriorístico y conclusión cuando sólo es una interpretación provisional que no permite concluir el análisis de un fenómeno social. La cuestión es que tal ejercicio de finiquitud supone acabar el estudio de un tema. Cuando esto ocurre, el análisis se reduce a un mero ejercicio intelectual, lo cual no es posible en Ciencias Sociales. En efecto, la sociedad continúa existiendo y presenta nuevos problemas y creaciones que siempre sorprenden. Si en la realidad cotidiana se utiliza la metodología para clasificarla y etiquetarla como social, psicológica o alguna otra, con ello se empobrece la realidad, lo cual equivale a la tarea de los críticos, un ejercicio analítico pero nada creativo. Se logra una sensación de finiquitud, pero se produce un desconocimiento de la realidad circundante.
Así pues, acercarse a un objeto de estudio como lo es la región otomí-tepehua del estado de Hidalgo, y en concreto a los tepehuas de Huehuetla y Barrio Aztlán exige que la mirada antropológica sea distinta. La tentativa es partir del material empírico como un prototipo para el desarrollo teórico de problemas, tanto metodológicos como extradisciplinarios, que se encuentren relacionados. Precisamente los tepehuas constituyen uno de esos ejemplos paradigmáticos de grupo indígena que no ha sido objeto de una investigación continua por parte de las ciencias sociales, lo cual posibilita una apertura a un tratamiento novedoso y, en cierto modo, arriesgado. Mi interés hacia ellos parte de la línea marcada por mí mismo en los últimos años al analizar grupos de tamaño reducido, que mantienen un estrecho contacto con la sociedad global y son elementos de desinterés académico, puesto que en apariencia no poseen rasgos significativos que atraigan la atención.
La escasez relativa de análisis antropológicos sobre los tepehuas y la poca densidad de estudios realizados, desde diferentes perspectivas y escuelas, podría ser motivo de un ensayo sobre por qué la antropología descarta grupos humanos con base en criterios de relevancia cultural. De todas formas, la elección de un objeto de estudio olvidado académicamente puede hacer sospechar que forma parte de una moda de la antropología actual, o bien responde a las necesidades de esa “etnografía de urgencia”, la cual pretende rescatar el estudio de “los últimos salvajes”.1 El paradigma actual de la antropología sostiene que deben abandonarse los estudios de comunidad por ser obsoletos, y deben dedicarse a modelos principalmente de espectro regional; el contexto de las pequeñas comunidades merece, por qué no, una exhaustiva descripción y análisis. Una cosa es estudiar una pequeña comunidad descontextualizada del mundo circundante, y otra es conectar lo local con lo global, la comunidad con el mundo. La meta principal de los tepehuas y del mundo indígena en América Latina sería afirmar su derecho a participar en un mundo técnico, económico y globalizado, y, simultáneamente, la voluntad de cada uno de construir o mantener la unión de su experiencia de vida a través de la diversidad de las experiencias.
En suma, si los tepehuas eran el antiparadigma de los grupos exhaustivamente estudiados por la Etnografía, no por ello dejaba de ser viable un acercamiento desde una perspectiva no-exótica; lo cual corre paralelo a la corriente actual que señalaba García-Canclini:2 si bien la reflexión hermenéutica y posmoderna no ha calado en América Latina, en los últimos años se ha iniciado un movimiento de recuperación de las voces del pueblo (historias de vida, talleres literarios, rescate cultural de obreros y campesinos, etcétera), para así mostrar la “expresión auténtica” de los grupos subalternos. Sobre la vertiente posmoderna habría que añadir que, aunque pretende realizar literatura, no ha sido homologada a la literatura. Una postura romántica que intentara superar la disyuntiva ciencia/humanismo propondría considerar que la propia cultura puede contra la personalidad del antropólogo y contra el método científico; es decir, el antropólogo, inmerso en los valores que está estudiando, intenta borrar su figura, se disuelve, no como propone el posmodernismo (disolverse para dar paso a “otras voces”), sino para ver cómo el antropólogo intenta hacer de indígena. La cuestión no es la imposibilidad de conocer a los otros,3 sean o no occidentales, y, por tanto, sólo reste hacer de indígena; lo que ocurre es que en ocasiones se detesta a los otros o bien se los idealiza románticamente.4 Se critica y se alaba aquello que nos define o de lo que carecemos o hemos perdido. Pero cuando el antropólogo se ve incapacitado para describir un objeto de arte, un sistema de parentesco o un sistema ritual, no suele reconocer honestamente sus deficiencias metodológicas, sino que prefiere escudarse en un ejercicio de arrogancia científica. Una antropología que persiga ser considerada una ciencia humana absoluta (como ocurre con el cognitivismo de Brent Berlin) quedará diluida en áreas fuertes, como la psicología y la lingüística. En la antropología resulta imposible separar los elementos, pero no debe olvidarse que la antropología tiene una parte de conocimiento científico y una parte de humanismo. Existen ciertos elementos que no pueden estudiarse por intuición.
El contexto
Los tepehuas, según las definiciones en uso,5 son un grupo campesino que ocupa las regiones montañosas del oeste de Hidalgo y el norte de Veracruz. El nombre “tepehua” puede ser una derivación de las palabras nahuas tepetl (montaña) o ueialtepetl (town dweller). Soustelle6 señalaba que los otomíes del este de Hidalgo entraban con bastante frecuencia en contacto con los totonacas y los tepehuas, y llamaban a los primeros mantö y a los segundos tlay. Este vocablo tiene una fisonomía muy poco otomí y tal vez no sea más que la última sílaba del nombre del principal pueblo tepehua, Huehuetla. Además, hay que señalar que el elemento t’ö del nombre dado a los totonacas significa ‘montaña’ (en náhuatl, tepetl), de manera que la palabra correspondería más bien a ‘tepehua’. Ahora bien, los otomíes de Texcatepec llaman a los tepehuas ment’e. Soustelle expresa con esto que las designaciones son relativas a un punto de vista local, por lo que el marcaje y clasificación de los grupos puede observarse desde un punto de vista emic (relativo), frente a las designaciones etic (externas), que él considera más acertadas.
Existen dos regiones de asentamientos tepehuas: Huehuetla y Tlachichilco (Veracruz), rodeados de asentamientos otomíes y mestizos; y una zona de baja elevación hacia el noroeste del río Pantepec, en Veracruz, rodeada por totonacos y otomíes.7 Los tepehuas se extienden en un amplio rango de asentamientos ubicados entre 150 y 1 700 metros sobre el nivel del mar, aunque la mayoría de éstos son de poca elevación. La lengua tepehua es una subfamilia totonaca de la familia macromaya. En 1937 Soustelle insistía en diferenciar la lengua tepehua de la otomí, puesto que existía la tendencia entre algunos autores de asimilar la primera a la segunda.8 Esta confusión da cuenta de los problemas de clasificación de un grupo numéricamente inferior con relación a otro mayor (los otomíes).
No es mucha la información acerca de la historia precolombina de los tepehuas. Una hipótesis señala que este grupo ocupó durante largo tiempo las regiones actuales de asentamiento, hasta que se vio reducido en número por la presión de las migraciones otomíes provenientes del sur. En el periodo colonial, las tierras tepehuas pasaron a manos de propietarios españoles y, en sucesivas etapas sus tierras pasaron al control de la Iglesia católica. Después de la guerra de Independencia, las tierras comunales tepehuas fueron divididas y adquiridas por los mestizos, produciéndose una leve reorganización tras la Revolución mexicana.9 Los conflictos con los mestizos opositores a convertir las tierras privadas en ejidos, provocaron conflictos a principios de los años treinta, por lo cual bandas armadas de rancheros mestizos aterrorizaron a los tepehuas. En los años noventa el sur de la Huasteca continuó siendo un área de conflictos crónicos.
Vistas así las cosas, la tentativa inicial es delimitar nuestro campo de estudio. Buscar criterios de identidad regional o étnica -por ejemplo la lengua-, son criterios objeto de representaciones mentales, que incluyen representaciones objetales y actos, estrategias.10 La precomprensión de mi objeto de estudio y la elaboración de mapas de los otros como estrategia de localización,11 me predisponía a pensar que iba a Huehuetla a vérmelas con una “cultura”. En efecto, la cosmología antropológica suele prefigurar a la cultura identificándola como la forma de vida de un grupo humano, el cual se presume que posee una serie de características, de rasgos objetivables que le son propios y se concretan en una determinada área (un cronotopos). Se asume que cuando estudiamos un grupo humano particular o diferente estamos tratando con la noción de área cultural, de comunidad o de grupo étnico, en definitiva, con “culturas” (en un sentido nomotético) con unos rasgos funcionalmente integrados. Reconocer esto no supone abandonar la perspectiva del lugar o del emplazamiento como herramienta analítica, puesto que conectar la cultura con el lugar permite observar cómo el globalismo se materializa bajo circunstancias específicas.12 El otro riesgo que se conecta con lo anterior es partir de una concepción esencialista y estática de la cultura que encierre a los sujetos en categorías étnicas (“mexicano”, “congoleño”…), obviando que la identidad de los sujetos posee diversos ámbitos (género, clase social, edad, religión, etcétera). Concebir la cultura como ejercicio explicativo total, reificándola, convierte cualquier análisis en una sucesión de tópicos y lugares comunes.
Sobre esto y de acuerdo con Jameson habría que decir que la cultura no es una sustancia o un fenómeno por derecho propio, es un espejismo objetivo que emerge de la relación entre dos grupos por lo menos; es la aureola percibida por un grupo cuando entra en contacto con y cuando observa a otro; la objetivación de todo lo ajeno y extraño acerca del grupo contactado.13 Jameson hace hincapié en que las relaciones entre grupos, en los que el antropólogo se conforma como testigo privilegiado, se caracterizan por la lucha y la violencia, ya que son los bordes externos los que chocan. Así las relaciones intergrupales se reducirían a dos tópicos en el plano afectivo: aborrecimiento y envidia. Sobre esta última, la influencia de las sociedades indígenas sobre los antropólogos y su sociedad es un tema generalmente olvidado, pero se ha producido un saqueo occidental, extrayendo la identidad de origen de instituciones indígenas, de igual manera que el antropólogo está muy influido por los pensamientos indígenas. Apropiarse de la cultura del otro -señala Jameson- significa una forma de reconocer a ese grupo, la expresión de la envidia colectiva o reconocimiento del prestigio de ese grupo.14 Con el saqueo, tanto de materias primas como de ideas e inteligencia primitiva, éstas fueron travestidas y presentadas como nuestras.15 Lo mismo ocurre a la inversa en la actualidad. Tenemos líderes indígenas que han tomado ideas foráneas (occidentales) para quedar bien con las autoridades coloniales o dominantes y que, a partir de una posición débil, han buscado congraciarse con dichas autoridades. Se aprecia, sin duda, en las identidades indígenas emergentes, una voluntad política de reflejar que “están” y son apropiadas para la modernidad y, por ello, puede observarse cómo se incorpora la autoridad transnacional en el cuerpo político de dichas identidades, ocultando el interés que eso conlleva, adquiriendo algún tipo de seguridad frente a la violencia estatal a través de contactos internacionales, ayuda financiera y la legitimación que les proporcionan los científicos sociales al escribir sobre dichas identidades (soportes prostéticos, como señala Nelson,16 para el caso de los movimientos panmayas). Tal es el caso de Chiapas, y el de los chamanes siberianos, líderes nativos de la antigua URSS que se reconocieron como comunistas. Sobre esto habría que decir que, en ocasiones, esta integración puede ser positiva, sobre todo desde nuestro punto de vista, pero no es una tradición autóctona. La dinámica y creatividad pueden provenir de otras culturas, incluso adoptando nuestros conceptos para reinterpretarlos según su propia dinámica. La imposición cultural por parte de otras personas provoca un desplazamiento en la dinamización.
Si tomamos la segunda relación grupal, el aborrecimiento, observamos cómo lo indígena ha desembocado en estereotipos degradantes, generalizables y abusivos. México había adoptado oficialmente una concepción mestiza de sí mismo, negando el derecho a reconocer la identidad indígena en nombre de su política indigenista. Uno de los elementos de análisis en el ámbito mundial es la política de exterminio, provocada directamente por medidas represivas o contagio de enfermedades a grupos minoritarios. En el documental Chenalhó, de Isabel García Fregoso, se registra la diáspora de los mayas-tzotziles de los Altos de Chiapas (y miembros de la sociedad civil “Las Abejas”)17 después de la matanza de Acteal. La primera imagen de la película muestra a una madre tzotzil llorando por el sufrimiento al que han sido sometidos y la violencia ejercida por el ejército mexicano y los priístas. Los tzotziles rememoran de manera dramática la matanza de los “hermanos” de Acteal y expresan el miedo a la guerra. Es significativo cómo los niños expresan sus temores a través de relatos, sueños y dibujos donde aparecen figuras simbólicas, como el león que se come a los niños, o más concretamente, helicópteros o soldados. Ello nos indica que estamos ante un proceso mito-poético, la creación de relatos, en este caso con base histórica, que forman ya parte de la mitología, relacionando las experiencias de la guerra y la resistencia. Las imágenes de la diáspora juegan un papel fundamental en la idea de la muerte que va de lo biológico a lo mitológico. En no pocos casos, también habría una desmoralización universal en los pueblos indígenas o “exóticos” provocada por la mera presencia occidental que, sin intervención directa, heriría su sensibilidad.
Marx fue el primero en ver en la Alemania de su tiempo cómo la burguesía negaba la humanidad al proletariado. De igual manera, Occidente niega la humanidad al primitivo, afirmándose en la medida que le niega humanidad, considerándole inferior o distinto y detestable. Aunque en descargo de la antropología marxista cabe decir que no ha aplicado la noción de lucha de clases, sino la idea de des-humanidad y contradicción a las relaciones internas de grupo o entre pueblos. Cuando se produce etnocidio ya no hay diálogo sino destrucción, deshumanización. Eso significa que los diferentes grupos no pueden entenderse entre ellos; puesto que se trata de imponer un discurso, se produce un choque de intereses de una racionalidad excluyente (y antagónica) a otra, sustituyéndola. Ésta es una forma de dialogismo no polifónico, sino radical. Frente a esto, los modelos de conocimiento y las prácticas sociales hacia lo indígena deberían ser un modelo abierto, donde no se trate de imponerse al otro, sino sustituir el resultado con una mayor creatividad, con mayor polifonía y un mayor número de sistemas y variedades.
Por otro lado, sospechaba que Huehuetla no debía encajar en el tópico esencialista de “sociedad campesina” (el modelo sería el de Wolf).18 Kearney19 ha señalado que las sociedades y comunidades son ahora transnacionales y que conceptos como “campesino” han de superarse por ser ya obsoletos para definir las realidades cambiantes. En el mismo sentido, Leeds20 proponía romper la dicotomía rural/urbano, puesto que la sociedad rural es tan urbana como la industrial, es parte del orden social global y cuenta con instituciones mediadoras como la Iglesia, el gobierno o el comercio que hacen circular a las personas, dinero, información, comida y otros bienes.21
García-Canclini,22 por su parte, señalaba que para establecer una definición contemporánea de la identidad es necesario vincularla no tanto al territorio, a lo socio-espacial, sino a las redes internacionales de mensajes y bienes, lo socio-comunicacional. Balandier23 pone de manifiesto que algunos antropólogos no saben apreciar a las sociedades tradicionales si no es por la valorización de su pasado, lo que la modernidad se encarga de desarmar. La modernidad propone memorias colectivas, discursos que adolecen de anclaje y resultan estar atravesados por la ruptura y la discontinuidad; el pasado es el reservorio para construir tanto formas visibles de la sociedad (paisajes, obras, formas de hacer), como invisibles (dispositivos mentales, imágenes, modelos que rigen inconscientemente los comportamientos).
La cuestión era que, bajo mi perspectiva, la cultura tepehua se había convertido en una cultura más transnacional. No obstante, existía una conciencia creciente de recuperación de las leyendas, danzas, rituales y otros elementos pensados como estructurales para la continuidad de su cultura viva. En Huehuetla la intervención del Estado fue trascendental para mantener consciente a la población de su pasado, diciéndole cómo debía ser su mundo. A otras culturas se las ha despojado incluso de eso. Los artefactos materiales, las costumbres y los usos tepehuas, si no se transformaban en artefactos culturales occidentalizados (lo cual, puede hacernos pensar que fueron destruidos) sí eran recreados desde una perspectiva globalizada (que sugiere más que una destrucción una reinvención).24 La cultura no feneció sino que se transformó en algo mantenido artificialmente. Habría que decir que su cultura, hasta el momento en estado de letargo, resucitaba en el nuevo contexto neoindigenista como una curiosidad y un problema sobre cuestiones tales como el carnaval, el curanderismo, los ritos mortuorios, etcétera. Sus palabras, su conciencia, sus conocimientos, crecientemente fueron puestos al servicio no sólo de la comunidad, sino de la educación, edificación y entretenimiento de los pachuqueños, los tulancingueños o los defeños y, por supuesto, de los propios tepehuas.
El caso del carnaval es el paradigma, puesto que grupos de individuos disfrazados se presentaban en concursos y exhibiciones en Pachuca. Don José, el curandero del pueblo, me explicaba sobre uno de los rituales que realizaban cuando la coyuntura era propicia: “la fiesta del volador esa la ocupan cuando hay ambiente, cuando llegan licenciados y diputados se hacen, cuando ellos preguntan uno no sabe con qué podemos hacer para juntar gente… la de la Malinche, el Toro, pastores…” Rituales que se dramatizan en formas novedosas, en este caso en función de la presencia de políticos o científicos sociales. En otra ocasión, el curandero me explicó uno de los mitos de creación del mundo. Su relato se asemejaba mucho al Génesis, donde aparecía la torre de Babel, el arca de Noé, etcétera. Cuando le pregunté quién le había transmitido ese mito (¿sus padres?, ¿abuelos?, ¿otro curandero?) me respondió que lo recordaba porque hacía unos cuantos años “el sacerdote del pueblo me dio un libro” donde leyó ese relato. Sin duda, el ejemplo muestra muchas posibles lecturas que vendrían a confluir en las complejas relaciones con la tradición; pero bajo las representaciones “modernas” persistirían las creencias, el saber transmitido, en este caso, a los curanderos. Y, efectivamente, la descripción etnográfica no se agotaría en los informantes que ya no tienen que decir un saber explícito o destinado al antropólogo. Las conversaciones informales o la exégesis de los rituales serían formas igualmente válidas de abordar ese saber.
La vida tepehua, sin embargo, todavía forma parte del discurso sobre sí mismos (aunque han tenido pocas oportunidades para expresarlo fuera de su marco local) y, por otra parte, ya ha sido escrita por Gessain25 acerca de Huehuetla, y por Williams,26 quien se ocupó de los tepehuas de Pisaflores, Veracruz. Aunque la mayoría de los huehuetlenses desconocen estos trabajos, sin duda existe una memoria colectiva que está en poder de un grupo restringido. Ancianos, maestros y el curandero se presentan como los portadores de la tradición que, a través del ejercicio ritual, actualiza los mitos y las creencias. Pero dicha memoria colectiva acaba por convertirse en un collage presto a dramatizarse en función de la demanda. El discurso y performance étnico se ventilaba en dos movimientos: 1) hacia fuera, en función de las demandas de la sociedad global, y 2) hacia dentro, por medio de las elites locales.27
Frente a esta memoria huehuetlense, constituida por el Estado, aparece la memoria nacional, más explícitamente un producto del poder, la cual expresa una idea homogénea, objetiva y definitiva sobre la nación mexicana. Esta política históricamente está fundada en la creación de un cuerpo mexicano, simbolizado en el ciudadano prototípico: el mestizo.28 El indígena o el hispano puro no tienen cabida. El Estado ejerce, efectivamente, una acción civilizadora que empobrece y agota lo indígena con una mirada totalizante. Instituciones del Estado como el INI son representativas de la inquietud de éste por rehabilitar, practicando un neopopulismo que esconde sus cartas, las relaciones de poder y dominación subyacentes, al estilo de Bourdieu. Por otro lado, la relación Estado/indígenas se ha planteado históricamente a partir de lo político, en detrimento de lo teórico y empírico.
A pesar de que lo indígena ha sido un tema exhaustivamente desarrollado por la etnografía, en las Américas persiste la visión de una minoría de sociedades opulentas que explota a la gran mayoría. Esto se ha articulado mundialmente, tres cuartas partes de la humanidad se considera productora, bajo una percepción cuasi animal: el interés en las minorías pobres o marginadas es lo que producen, no lo que piensan, sienten, crean o cómo se relaciona una sociedad. No se sabe quiénes son esos otros puestos que carecen de identidad. Es un hecho que nuestra sociedad no reconoce igual humanidad (y derechos) para todo grupo; lo niega, produciendo alienación. De todos modos, la conciencia sobre la realidad indígena no puede soslayarse a través de los múltiples avances en los últimos años. Hay que decir que sobre lo indígena coexisten múltiples discursos. Por ejemplo, los documentales de National Geographic que presentan a los indígenas como las últimas reliquias de un mundo desaparecido, y de los cuales sólo cabe levantar su acta de defunción; las veleidades conservacionistas y rescatistas de diversos actores e instituciones sociales como el gobierno (a través de sus instituciones representativas para lo indígena); las multinacionales (recordemos el concierto por la paz televisado en México poco antes de la marcha zapatista del año 2000, salteado en sus intermedios por las imágenes idílicas del mundo indígena que no debe perderse); los organismos no gubernamentales; la Iglesia (cuando ha sido parte de la maquinaria destructiva del sistema de creencias nativo); la escuela (en su papel ambiguo como factor de cambio y, a la vez, de reproducción social de los valores dominantes).
Tradicionalmente se ha querido presentar a los pueblos exóticos como pobres o marginales, sin resaltar la autocrítica interna, las disensiones y los conflictos. No hay peor paternalismo, ni más clara convicción de la superioridad occidental, que el de quienes explican todos los males de los pueblos sojuzgados exclusivamente por la omnipotente maldad de los pueblos ricos, sin analizar también los ingredientes nativos, señala Savater.29 En ese rubro podríamos incluir los fundamentalismos religiosos, identidades culturales reaccionarias o los clientelismos y/o nepotismos políticos.
Como precedente en la relación Estado-sociedad no debemos olvidar a Morgan, quien por sus pioneras reflexiones acerca de la sociedad frente al Estado, desde un punto de vista cultural, fue adoptado por los marxistas, si bien algunos otros lo criticaron argumentando que la clase obrera no ha tenido dichas identidades por ser elementos culturales y, generalmente, asociadas a la formación de Estados. Los estudios de Eric Wolf sobre el Estado mexicano precolombino, la formación de naciones y naciones-Estado en América Latina o las luchas campesinas latinoamericanas,30 junto con los fenómenos culturales a los que van vinculados, son deudores de la antropología política que entronca con Morgan. Similares son los estudios de formaciones de identidad realizados por E. P. Thompson sobre otros pueblos,31 así como los estudios de etnogénesis, génesis y formación de identidades étnicas, cuya bibliografía es muy amplia.
Los antropólogos por supuesto juegan su papel, especialmente los que pertenecen, y parafraseo en adelante a Cardín,32 a la línea militante de Jaulin, Herbert y los antropólogos tercermundistas e indigenistas, decididos abiertamente por una relación intervencionista con las culturas estudiadas, frente al abstencionismo característico de antropólogos de la línea especulativa (con Bachofen, Maine, Taylor, Frazer a la cabeza, desembocando en los estructuralistas) y empirista (Morgan, Seligman, Rivers, Haddon, Malinowski). Los antropólogos que defienden una línea aplicada se convierten, en no pocos casos, en asesores de los programas de desarrollo y en sus ejecutores principales,33 cuando no en miembros de la resistencia activa de muchas sociedades, frente a las políticas de desarrollo diseñadas por tecnócratas, que desconocen la realidad sociocultural sobre la que ejercen sus políticas. Sin embargo, ha sido una tónica obviar el rol de las sociedades objeto de desarrollo, de sus actores (elites, técnicos, etnias, clases sociales, etcétera) y qué usos e interpretaciones han hecho del mismo.34
En todo caso, la idea subyacente era que Huehuetla no estaba dentro de los parámetros del sistema de consumo normalizado. La ironía de esto es que el discurso va en consonancia con la ideología neoliberal de la sociedad posindustrial, donde el paradigma consumista es dominante. Según señalaba Eduardo Nivón en una conferencia reciente, “el consumidor es el héroe oculto de la globalización, donde consumir tiene sentido si se es libre de consumir, en un espacio de libertad”. No obstante, Huehuetla y la región otomí-tepehua difícilmente podría considerarse un espacio de libertad, de libertad para consumir. No sólo en Huehuetla sino en todo México (especialmente el sureste), los campesinos luchan para sobrevivir como siempre lo han hecho y, sin duda, no son héroes.
Por otro lado, la cuestión se complica si pensamos en el enorme abismo que otea entre la tecnocracia existente y las demandas de la población. México ni siquiera ha podido acceder a los niveles mínimos del estado del bienestar, que como idea de la modernidad ahora está en franca crisis en la Europa unida. Los valores democráticos, la igualdad de derechos, el acceso a la educación, a la salud universal y gratuita, y al trabajo, eran los ejes que sustentaban la modernidad. Este abismo, como señala Bourdieu,35 puede ser observable en la que denomina “nobleza de Estado”,
que fundamenta la convicción de su legitimidad en el título escolar y en la autoridad de la ciencia, principalmente económica. Para estos nuevos gobernantes de derecho divino, no solamente la razón y la modernidad, sino también el movimiento y el cambio, están del lado de los gobernantes, de los ministros, de los patrones o de los “expertos”. La sinrazón y el arcaísmo, la inercia y el conservadurismo, del lado del pueblo, de los sindicatos y de los intelectuales críticos.
La educación, uno de los valores de la modernidad más reivindicados desde todas las instancias sociales, esconde su propia contradicción.
Por otra parte, lo significativo era observar los efectos que la televisión, el sistema de cable, y en menor medida, el video, conllevaban para las vidas de las gentes. Observé cómo el impacto de la televisión se había dejado sentir en aquellos lugares, de tal suerte que había ido “entrenando” a los pueblos y comunidades en los valores y significados de la sociedad de consumo occidental, pues participaban de los eventos nacionales e internacionales. Ello traía consigo la desvalorización del modo de vida indígena y campesino, ya que la televisión les había mostrado el poder, la riqueza y las comodidades de la vida urbana; y se constituía como estímulo a la emigración hacia Estados Unidos (aunque no era la única causa, sino uno más entre otros factores). Así pues, la televisión se constituiría en amplificador cultural en los procesos de recreación imaginativa de las culturas llamadas tradicionales.36
La progresiva mundialización de la región otomí-tepehua, que se realiza a un ritmo más lento que el resto del Estado, posibilitará un nuevo manejo del mercado simbólico en sus ámbitos mayores, como la televisión que homogeneiza (los niños, por ejemplo, ven los mismos dibujos en el mundo) pero, simultáneamente, en sus ámbitos menores, por ejemplo, al recuperarse fiestas locales, mitos y leyendas.
Sin duda, los migrantes también han accedido a valores propios de las sociedades complejas y son transmisores de esos valores. La migración en el momento actual representa saltar barreras: el que emigra es el que ha ahorrado para el pasaje o el pollero. Y encontramos un doble movimiento: hacia la desterritorialización (con los migrantes temporales o definitivos); y simultáneamente la re-territorialización, con la afirmación de la identidad huehuetlense y tepehua. Por un lado, un espacio abstracto, transnacional; por el otro, un espacio socializado y culturalizado, con un sentido de exclusividad. Por ser un espacio culturalizado transmite un significado, puesto que implica una utilización del mismo. Los huehuetlenses son capaces de decodificarlo, lo leen. Huehuetla es territorio de alguien, sus espacios poseen un uso real y/o simbólico, que marcan un sentido de pertenencia. En ese territorio existen relaciones humanas.
En este sentido, era relevante una apropiación simbólica del espacio en las procesiones, en los concursos de poesía coral, en el Carnaval, en las fiestas de mayordomos, que generaba una apropiación real del espacio. El espacio de la plaza pública se contraponía al espacio religioso, marcado por el tránsito por las calles en procesión, y la apropiación de las casas particulares en la fiesta de mayordomos. Señales y discursos indicaban la apropiación simbólica diferencial de los espacios. En lo laico, el juego del fútbol o el baloncesto marcaban una apropiación real de la plaza pública, puesto que se utilizaban los recursos permanentes que ofrecía. El mercado de los domingos marcaba, asimismo, una apropiación real del espacio de la calle. Los concursos de composición, poesía coral, dibujos, etcétera constituían estrategias de significación del municipio, coincidentes con estrategias de identidad.37
La identidad como producto histórico, no perenne, se negociaba a partir de las identidades, es decir, la identidad estaba circunstanciada a partir de un sujeto primordial, llamémosle el “otro”, el barrio, la militancia política. Identidades, así pues, en movimiento conformando dos grandes bloques: una identidad sociopolítica (“somos del PRD”, los ricos, etcétera) y una identidad sociocultural, ésta última proveyendo una saturación de significaciones que tiene que ver con el gusto de estar allí, ser tepehuas, y deleitarse a través de la experiencia ritual (la emoción de estar frente al santo, bailar), entendida ésta como modelo pedagógico y sentimental.
La cada vez más frecuente migración hacia Estados Unidos se asemeja a un sacrificio, como antiguamente ocurría con las migraciones de la Edad Media (a Santiago o La Meca). La migración no es deseable y exigible como ocurre con el turista moderno, quien la concibe como una liberación de los sinsabores de la vida laboral. El turista busca lo primitivo (incontaminado), lo exótico (diferente), lo auténtico, igual que buscaban los primeros antropólogos.38 Éste es un desplazamiento espacial que no excluye al turista de su propio marco social. El turista ve lo que ha querido ver, consumiendo la misma “autenticidad” que nosotros le ofrecemos a los turistas que vienen aquí. Así el turismo constituye una forma de recolonizar, no ya como conquistador sino como consumidor. Sin ir más lejos, Cancún es el paradigma carnavalesco del consumidor (norteamericano y europeo), un espacio distorsionado por la utilización masiva y circunstancial del lugar, a través de un contacto superficial sin posibilidad de contacto real (las barreras idiomáticas y culturales), pero, a cambio se minimiza el disgusto de salir de las comodidades gracias a los servicios de que se dispone (restaurantes de comida rápida, expendios de alcohol, confortables hoteles con piscina, utilización exclusiva de playas, etcétera). Aunque Huehuetla no está integrada en el circuito turístico, otros -no el turista- son susceptibles de establecer vínculos permanentes con los huehuetlenses. Los maestros lo fueron durante un tiempo, puesto que muchos de ellos se casaron con huehuetlenses, siendo ésta una vía para el contacto mejorado con la sociedad mayoritaria. En mi caso, recibí diversas proposiciones de matrimonio por parte de jóvenes huehuetlenses y de comunidades cercanas, cuando yo esperaba ser mucho más apetecible para el parentesco simbólico (apadrinar a un niño, por ejemplo).
Los migrantes temporales o coyunturales huehuetlenses, que van desde la joven que va a servir en una casa en la Ciudad de México durante tres meses, hasta el albañil que trabaja durante la semana en Pachuca y retorna periódicamente a Huehuetla, no rompen los lazos con el lugar de origen. Incluso los migrantes permanentes, quienes se establecen en ciudades como Pachuca o México y que retornan en ocasión de la fiesta de la Candelaria, del carnaval o de las mayordomías, mantienen lazos permanentes con el lugar. Creo que existe una imagen mental tópica sobre este aspecto. Tradicionalmente se piensa que como adultos rompemos con las tradiciones familiares, sin embargo, atribuimos a los migrantes una continuidad con los valores familiares. Así es que el imaginario antropológico concibe a los migrantes como más tradicionales. En el caso de Huehuetla, los migrantes temporales tenían una línea de retroceso posible: si no les iba bien en la sociedad de acogida (Estados Unidos) podían refugiarse en la identidad de origen. El que migra sabe que tiene que negociar, cambiar. El migrante temporal percibe que tiene muchas barreras (lingüísticas, sobre todo) y no se dan las condiciones para la movilidad de un grupo social (el suyo) al de acogida (el otro). Recurrentemente el discurso social sobre la emigración es negativo. De hecho recuerda a la interpretación de Malthus,39 quien recalcaba lo negativo de la emigración:
otra alternativa es la emigración, que lleva necesariamente implícita alguna forma de infortunio en el país desertado. Pues pocas personas habrá que abandonen sus familias, sus relaciones, sus amigos y su tierra natal para instalarse en un país desconocido y de clima extraño sin que lo justifique una situación de profundo malestar en el lugar en que se encuentran o la esperanza de hallar considerables ventajas en el lugar de destino.
Sin duda la realidad de la emigración es mucho más variada de lo que los neomalthusianos modernos proponen como tema central.
El proceso sociocultural apunta hacia una incipiente desterritorialización40 que comporta una nueva referencialidad: una nueva distribución y producción local en potencia. Ésta es la perspectiva típicamente posmoderna, la cual se orienta desde las concreciones territoriales a las nuevas realidades culturales: el nomadismo lo invade todo, la movilidad y el desarraigo son lo definitorio, lo cual supone una ampliación de los horizontes y, a la vez, un fraccionamiento y mayor ambigüedad. Por consiguiente, aplicado a la región otomí-tepehua, los límites y fronteras tradicionales deben reformularse en función de las construcciones simbólicas y significados que se les asignan. Con el cambio de paradigmas actual, la mirada antropológica se dirige hacia la heterogeneidad, la incertidumbre y la diversidad de los comportamientos. La antropología se mueve muy difícilmente en los patrones culturales. Ahora quiere recuperarse del indígena su construcción de la realidad. Uno de los conceptos clave es la “dialógica” de Bakhtin:41 cuando un novelista crea una obra, la figura de la novela se hace tan fuerte que su personalidad construye la novela… como cuando un antropólogo trata con un chamán y se deja arrastrar por él.
Cuando leemos una cosa no representa lo mismo para cada lector. Es una realidad virtual, que es lo mismo que decir distinta. Por eso, los antropólogos hemos de dejar que el otro nos muestre cómo construye él la realidad, dialógicamente. Aunque Dennis Tedlock42 es uno de los pioneros de la aplicación consciente del dialogismo en la etnología, hace tiempo que esta tradición se aplica. Cuando en la etnología se hace una traducción bilingüe de cuentos, cancioneros, o el discurso nativo es contado en lengua original, y luego es comentado, también es dialogismo. Los estudios realizados por la antropología mexicana de la América prehispánica a través de los códices originales, son una parte del dialogismo. Sin embargo, éste suscita preguntas de no fácil respuesta: ¿Habla realmente de culturas diferentes o ello es sólo una mera pretensión?, ¿en verdad se presentan textos distintos o es una traducción? ¿Acaso el dialogismo no es más que un mero ideal?, ¿siempre hay un logos dominante y otros que son negados? ¿Existe dialogismo sin conflicto?, ¿se refleja otro punto de vista?
La idea es abrir la interpretación a los sujetos con los que conversamos, posibilitándoles para que realicen la crítica a nuestros presupuestos metodológicos, y a la sociedad desde la cual somos enviados. Los informantes dejan de ser “informantes” -concepto que resume el sentimiento arrogante de superioridad racial o cultural del investigador-43 y se convierten en sujetos, en interlocutores. Estamos ante una nueva antropología interpretativa, en la que la separación entre sujeto y objeto se difumina y el antropólogo se disuelve.
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Sobre el autor
David Lagunas Arias
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.
Citas
- Marc Augé, Hacia una antropología de los mundos contemporáneos, 1998, p. 126. [↩]
- Néstor García-Canclini, “¿Construcción o simulacro del objeto de estudio? Trabajo de campo y retórica textual”, en Alteridades, 1991, p. 63. [↩]
- Peter Winch, Comprender una sociedad primitiva, 1994. [↩]
- Los yanomamo, por citar un caso representativo, han sido primeramente detestados -Chagnon y otros- y, posteriormente, romantizados -los antropólogos brasileños- (ver Alcida R. Ramos, “Reflecting on the Yanomami: Etnographic Images and the Pursuit of the Exotic”, en George E. Marcus (ed.), Rereading Cultural Anthropology, 1992). Incluso, tenemos un ejemplo de ambas actitudes afectivas en un mismo autor: Turnbull retrata a los felices e idílicos pigmeos mbuti y los contrasta, unos años después, con los crueles, anárquicos y envidiosos ik de Uganda (ver Alberto Cardín, Tientos etnológicos, 1988, p. 5). [↩]
- Sigo en adelante la Encyclopedia of World Cultures (1995). [↩]
- Jacques Soustelle, La familia otomí-pame del México central, 1993, p. 15. [↩]
- Aunque son un grupo minoritario -en cuanto a número- en Hidalgo respecto a los otomíes y nahuas ésta puede ser una observación sesgada propia de la geografía política. Si contamos con el estado de Veracruz, obviando las fronteras estatales, se corrige la imagen mental de los tepehuas como minoría. [↩]
- Jacques Soustelle, op. cit., 1993, p. 19. [↩]
- Roberto Williams García, Los tepehuas, 1963, p. 90. [↩]
- Pierre Bourdieu, ¿Qué significa hablar?, 1985, p. 87. [↩]
- Ugo Fabietti, Antropologia culturale. L’esperienza e l’interpretazione, 1999, pp. 74-76. [↩]
- Harri Englund, “Ethnography after Globalism: Migration and Emplacement in Malawi”, en American Ethnologist, 2002, p. 276. [↩]
- Frederic Jameson, “Conflictos interdisciplinarios en la investigación sobre cultura”, en Alteridades, 1993, p. 104. [↩]
- Ibidem, p. 105. [↩]
- Uno de los campos más significativos es el arte indígena. Últimamente se ha puesto de relieve el influjo del arte amerindio en las obras abstractas, comparando piezas precolombinas con otras de Klee, Torres-García, Gottlieb o Albers (El País, 18 de octubre de 2001). [↩]
- Diane N. Nelson, “Stumped Identities: Body, Image, Bodies Politic and the Mujer Maya as Prosthetic”, en Cultural Anthropology, 2001, p. 341. [↩]
- En 1991, surgió un grupo de gente inconforme por los problemas agrarios entre grupos priístas y la organización SOCAMA (Solidaridad Campesina Magisterial), y aquellos que no quisieron tomar las armas, fundaron el 10 de diciembre de 1992 la sociedad civil las “Abejas”: “nuestro símbolo tiene una abeja, tiene una reina. La reina está en una caja con sus abejas, en una sola caja y no se dividen. La reina significa el Reino de Dios, las abejas son la multitud del mundo. La reina, Dios, no quiere injusticias, ni violencia, ni encarcelamientos. Quiere que haya libertad para todos los seres humanos” (CIEPAC, “Antes de la fundación de las ‘Abejas’. Municipio de Chenalhó, Chiapas, México, 1990”). [↩]
- Eric Wolf, Los campesinos, 1982. [↩]
- Michael Kearney, Reconceptualizing the Peasantry. Anthropology in Global Perspective, 1996. [↩]
- Anthony Leeds, Cities, Classes and the Social Order, 1994, pp. 116 et ss. [↩]
- Ibidem, pp. 53 et ss. [↩]
- Néstor García-Canclini, “Museos, aeropuertos y ventas de garage (la identidad ante el Tratado de Libre Comercio)”, en Leticia Méndez Mercado (coord.), Identidad: análisis y teoría, simbolismo, sociedades complejas, nacionalismo y etnicidad, 1996, p. 153. [↩]
- Georges Balandier, Modernidad y poder. El desvío antropológico, Madrid, Júcar, 1988. [↩]
- James Clifford, Dilemas de la cultura. Antropología, arte y literatura en la perspectiva posmoderna, 1995. [↩]
- Robert Gessain, “Contribution a l’étude des Cultes et des Cérémonies Indigénes de la Région de Huehuetla (Hidalgo)”, en Journal de la Societé des Américanistes, 1938; “Les Indiens Tepehuas de Huehuetla”, en Revista Mexicana de Estudios Antropológicos. Huastecos, totonacos y sus vecinos, 1952-1953. [↩]
- Roberto Williams García, op. cit., 1963. [↩]
- Christian Gros, “Ser diferente para ser moderno, o las paradojas de la identidad. Algunas reflexiones sobre la construcción de una nueva frontera étnica en América Latina”, en Leticia Reina (coord.), Los retos de la etnicidad en los estados-nación del siglo XXI, 2001, pp. 186-188. [↩]
- Gerd Baumann, El enigma multicultural. Un replanteamiento de las identidades nacionales, étnicas y religiosas, 2001, p. 71. [↩]
- Fernando Savater, “La civilización y lady Mary”, en El País, 20 de octubre de 2001. [↩]
- Edward C. Hansen y Eric R. Wolf, The Human Condition in Latin America, 1972; Eric Wolf, Las luchas campesinas del siglo XX, 1979; Pueblos y culturas de Mesoamérica, 1991; Ángel Palerm y Eric Wolf, Agricultura y civilización en Mesoamérica, 1992. [↩]
- Edward P. Thompson, Family and Inheritance: Rural Society in Western Europe, 1200-1800, 1979; La formación de la clase obrera en Inglaterra, 1989. [↩]
- Alberto Cardín, op. cit., 1988, p. 77. [↩]
- Como ejemplo tópico del mal hacer del antropólogo cabe recordar el Proyecto Camelot, en el cual participaron individuos de esta profesión. El proyecto se desarrolló en los años sesenta y consistió en estudiar culturas para promover los movimientos contra-insurgentes dotándolos de los conocimientos necesarios de dichas sociedades y culturas para neutralizar los movimientos de izquierda radical, marxista, anarquista o revolucionaria. [↩]
- LYCEUS, “Antropología y desarrollo”, 2000. [↩]
- Pierre Bourdieu, op. cit., 1985. [↩]
- En este sentido, Philip Carl Salzman (“El Caballo de Troya electrónico: la televisión en la globalización de las culturas paramodernas”, en Lourdes Arizpe (ed.), Dimensiones culturales del cambio global: una perspectiva antropológica, 1997, p. 350) muestra en su reflexión acerca del impacto de la televisión en el ámbito local, cómo las comunidades dejan de ser “tradicionales” para convertirse en sociedades “paramodernas” (término que toma de Galaty). [↩]
- Sobre la cuestión de los espacios festivos y/o cívicos y su apropiación simbólica ver José Luis Anta, “La fiesta de la Candelaria: tradición y modernidad en Atacama (Chile)”, en Quaderns de l’Institut Catalá d’Antropologia, núm. 10, 1997. [↩]
- John Knight, “Tourism as Stranger? Explaining Tourism in Rural Japan”, en Social Anthropology, núm. 3, 1995. [↩]
- Robert Malthus, Primer ensayo sobre la población, 1984, p. 59. [↩]
- Arjun Appadurai, La modernidad desbordada, 2001. [↩]
- Mijail M. Bakhtin, Problemas de la poética de Dostoievski, 1986. [↩]
- Dennis Tedlock, “Preguntas concernientes a la antropología dialógica”, en Clifford Geertz et al., El surgimiento de la antropología posmoderna, 1996. [↩]
- Carlos Montemayor, “La cosmovisión de los pueblos indígenas actuales”, en Desacatos, 2000, p. 96. [↩]