Los colaboradores de este libro, coordinado por José Manuel Valenzuela, son destacadas personalidades en diversos campos de las ciencias sociales. Cabe aseverar que si bien la mayor parte de los autores tienen diferencias entre sí y en algunos casos éstas tienen un peso importante, el carácter polémico del texto se presenta más bien en la interlocución entre quienes han elaborado el libro y ciertos conjuntos de lectores de fuera.
En la presentación de esta relevante fuente para muchos estudiosos sociales, se apunta: “uno de los grandes reposicionamientos en los ejes de discusión en las ciencias sociales contemporáneas se ubica en la importancia que han adquirido los aspectos culturales. Los acercamientos para comprender los procesos intersubjetivos y simbólicos cobran fuerza como elementos que hacen posible una mejor comprensión de la acción social, la conducta humana, los proceso identitarios o el surgimiento de nuevos actores sociales” (p. 13).
Nos encontramos aquí con una aseveración que cabe resaltar: se apunta que los aspectos culturales han adquirido importancia. ¿Dónde la han adquirido, y por qué? Como señalan varios de los estudiosos que escriben en este libro, tal incremento de importancia se ha dado en todo el mundo, aunque la mayoría de ellos muestran cómo se presenta ese fenómeno en México. Pero, ¿qué acaso estos aspectos no se estudiaban previamente o se estudiaban deficientemente? Es evidente que en el seno de la llamada “Cultura occidental” han abundado los estudios sobre la cultura. ¿No es todo laborioso trabajo de Kant un esfuerzo impresionante por establecer lo que es la cultura? ¿Y no es toda la antropología un esfuerzo científico por dilucidar el estatuto teórico de la cultura? El problema es que el concepto de cultura es tratado de forma muy diferente por distintas esferas del pensamiento y por ciencias -o protociencias variadas; no significa lo mismo en todas ellas ni expresa fenómenos del mismo tipo según las diferentes concepciones. Para algunos analistas, este problema puede empezar a resolverse mediante la estructuración de disciplinas que se asuman como receptáculos de corrientes derivadas de varias ciencias.
En la actualidad se conoce con el nombre de “estudios culturales” una corriente teórica que pretende constituirse como una disciplina científica, la cual tendría como característica trascenderse a sí misma, en la medida en que sería el resultado de la conjugación productiva de varias disciplinas -historia, antropología, sociología, etcétera-. Y por ello, más que ser una rama de la ciencia, es el producto de la interacción de varias ramas en ese campo.
Los estudios culturales nacen en el llamado Primer Mundo; se originan a partir de la conjunción de varias orientaciones teóricas como el marxismo británico, el postestructuralismo y el posmarxismo. Responden también a una realidad protuberante acuciante y decisiva en el mundo moderno: el multiculturalismo, hoy presente incluso en países en donde se suponía predominaba una notoria hegemonía ideológica y cultural, como en Francia y Japón. Y junto con el multiculturalismo se fortalece la llamada globalización que no es sólo un fenómeno económico (la internacionalización del capital, expresada fundamentalmente por la expansión de los oligopolios transnacionales), sino que también se configura como un conjunto de intrusiones culturales (básicamente de los países más desarrollados a los subdesarrollados, pero también a la inversa, aunque en menor proporción) en todo el planeta, lo que se plasma en series notorias de transformaciones en las esferas políticas, sociales e ideológicas. Para los apologistas de la globalización, ésta es como una mancha de aceite que se esparce por el mundo; se trata de la invasión de múltiples pautas y patrones culturales que van hegemonizando la cultura planetario cada vez más. Pero, en realidad, la globalización contiene tendencias que impelen a la uniformidad cultural y muchas otras que empujan a lo contrario, y si bien los grupos dominantes en los países desarrollados generan y favorecen prácticas que proveen sustento más o menos sólido la expansión del monoculturalismo, las resistencias a éste se expresan en muchas ocasiones como avance del multiculturalismo y enclaves de la diversidad cultural. La “mac-donaldización” del mundo es sólo una ilusión neoliberal.
En este marco aparece el libro coordinado por Valenzuela; en él contribuyen varios autores especialistas en el tema, y aunque en general siguen ciertas tendencias paralelas o convergentes, muestran también algunas contradicciones en sus trabajos. Así, por ejemplo, el sociólogo Gilberto Giménez afirma con sobrada razón que las ciencias sociales sufren una crisis institucional en las universidades, debido en parte a la crisis fiscal estatal y al desinterés del Estado. “Pero también a la crisis del marxismo en los años ochenta, que provocó primero una gran desorientación teórica, y, posteriormente, un desinterés generalizado por todo lo teórico” (p. 72).
Lo que Giménez afirma contrasta con la posición de Néstor García Canclini, el cual asevera que los latinoamericanos y estadounidenses en el campo académico se han acercado más creativamente y que este acercamiento ha mejorado por varias razones; entre ellas menciona la declinación de “paradigmas” marxistas y populistas. Afirmar que la interconexión entre latinoamericanos y anglosajones mejora porque se abandonan los “paradigmas” marxistas (las comillas son de Canclini), es afirmar implícitamente que esa interconexión está viciada puesto que desecha avances científicos importantes en su propio campo. Es como si un psicoanalista importante, en aras de lograr un mejor entendimiento con psicólogos de otras orientaciones, decidiera rechazar el legado científico de Freud.
En la obra, tiene un papel preponderante el trabajo de Gilberto Giménez. Basado en Jean Claude Passeron, Giménez encuentra tres sentidos básicos de la cultura: como estilo de vida, como comportamiento declarativo y como corpus de obras valorizadas. Recordemos que la antropología del siglo XIX se definió como el conjunto de capacidades y hábitos que los seres humanos heredan como miembros de la sociedad, es decir, que se la equiparó con la herencia social. Obviamente, aquí nos encontramos con una definición demasiado amplia de cultura; sí, la cultura es la herencia social, o “la parte del medio ambiente hecha por el hombre”, pero como objeto de estudio de una disciplina -la antropología- abarca demasiados aspectos. Es por ello, que en realidad, la producción de prácticas y bienes culturales ha sido estudiada por diversas y múltiples ramas de las ciencias sociales, y los aportes de éstas, se dice, desembocarían en lo que se ha llamado estudios culturales.
Para Gilberto Giménez, en cuanto estilo de vida, la cultura implica el conjunto de modelos de representación y acción que de algún modo orientan y regularizan el uso de tecnologías materiales, la organización de la vida social y las formas de pensamiento de un grupo. Así, en su sentido originario, la cultura abarca la mayor parte del simbolismo social. En cuanto a la cultura como comportamiento declarativo, se trata de la autodefinición o la “teoría” (espontánea o elaborada) que un grupo ofrece de su vida simbólica. Hay un desfase entre la cultura efectivamente practicada y la cultura dicha, por lo que sería ingenuo pretender inferir la primera de la última (p. 57).
El tercer sentido del término atañe a la cultura patrimonial o consagrada, un sector que tiene un tratamiento privilegiado, por ejemplo, los valores artísticos (idem).
Para Gilberto Giménez, el interés por el estudio de la cultura como objeto de una disciplina específica y bajo una perspectiva teórico-metodológica también específica es muy reciente en México y no se remonta a más de veinte años (p. 58). Esta afirmación puede parecer sorprendente, ya que en nuestro país se supone que hace muchos años se desarrolla la antropología, que para muchos es una “culturología”, la ciencia de la cultura (de hecho, no pocos analistas consideran que una obra elaborada en tiempos coloniales, como la del Padre Sahagún referida a la Nueva España, tiene todos los rasgos de una obra antropológica, o cuando menos, de una “protoantropología”): pero aquí no cabe caer en la confusión. También es cierto que fuera de la antropología, ha existido la cultura como “comportamiento declarativo”, muchos intelectuales, mexicanos y extranjeros, han analizado diversos rasgos y aspectos culturales de la vida en México, o al mexicano como agente de diversas prácticas culturales, o las influencias culturales exógenas. Entre esos intelectuales se hallan José Revueltas, Samuel Ramos, Octavio Paz, Jorge Carrión, Alan Riding y otros. Pero Gilberto Giménez, tiene razón, la cultura como tal, el objeto cultura y su expresión en México apenas se ha abordado. Giménez opina que la preocupación por este tema empezó a darse en los años setenta y por la influencia de Antonio Gramsci, sabio marxista italiano que fue encarcelado por Mussolini, grotesco dictador fantoche. Los estudios antropológicos, según Giménez, no habían tematizado explícitamente la cultura como objeto de indagación ni exhibieron preocupaciones teórico-metodológicas específicas a este respecto, aunque abordaron la problemática cultural de las clases subalternas y examinaron múltiples aspectos de la cultura, contribuyendo a reforzar algunas dimensiones de la cultura nacional, como la propia ideología nacionalista.
Los enfoques antropológicos han tomado como objeto de estudio manifestaciones de la cultura popular. Pero, como indica Giménez, las culturas populares han sido concebidas como si fueran autónomas y autosuficientes, al margen de toda referencia al sistema cultural global del país. Se puede afirmar, por ello, que muchos antropólogos y otros especialistas se han comportado como “folkloristas” (en el sentido común y cuasi peyorativo del término, no en el sentido gramsciano). La antropología mexicana no percibe a las culturas populares en el marco de la lucha de clases (y sobre todo en sus aspectos ideológicos y culturales), ya que hasta 1968 estaba estrechamente enlazada al nacionalismo de la Revolución mexicana, ideología que propugnaba la unidad nacional por encima de los conflictos clasistas. Posteriormente, los antropólogos recurrieron al marxismo, pero adoptándolo como un recetario teoricista, sin articularlo con las luchas sociales de los sectores populares.
“Lo que se observa en la mayor parte de las investigaciones culturales es el predominio abrumador de la descripción sobre la explicación” (p. 70). Ello también es lógico; en México la educación en ciencias sociales tiende a la esterilidad teórica (en México tenemos muy pocos especialistas preparados) o a la simulación (especialmente en los medios de comunicación se privilegia a no pocos charlatanes que se hacen pasar por grandes teóricos). Y, por otra parte, una observación rigurosa y sistemática requiere también de una capacitación teórica.
Desgraciadamente, en nuestro país los funcionarios del campo cultural apenas si saben algo de lo que sucede en ese rubro, y mucho menos interpretan teóricamente ese “suceder”. Esperemos que en un futuro próximo cambie esa situación.
No vamos a ocupamos aquí de las tesis de todos los autores de este importante libro; no hay espacio para ello. En general, todos los textos (los de Monsiváis, Lamas, el propio Valenzuela, etcétera) son muy aprovechables. De particular interés es el ensayo de Maya Lorena Pérez sobre el estudio de las relaciones interétnicas en la antropología mexicana, especialmente en lo que atañe a su concepción de lo étnico. Sin embargo, considero erróneo su punto de vista acerca de Moisés Sáenz. En primer lugar, siempre escribe el apellido de éste como “Záens”, pese a que es una figura harto conocida por los antropólogos, pedagogos y otros especialistas; fue hermano de Aarón Sáenz, famoso político obregonista. Por otra parte, considera que don Moisés fue precursor del indigenismo anticorporacionista y que “preconizaba como positivo un cierto aislamiento de las comunidades indígenas para su defensa” (pp. 126-128): Pérez se basa en Hewitt para estas afirmaciones. Por mi parte, considero que Sáenz se encantó del indigenismo oficial, especialmente después de su experiencia de Carapan, pero eso no lo llevó al anticorporacionismo, sino tan sólo a proponer la autodefensa de los indígenas frente a la depredación industrialista. Sáenz, al igual que muchos indigenistas, pensaba que la comunidad indígena -agobiada por la miseria-, era un receptáculo de muchos males, y en no pocas interlocuciones a indígenas educados en escuelas rurales los llamó “mexicanos”, con lo cual quería decir que se habían “salvado” de ser indígenas. Al respecto, Maya Lorena Pérez debió haber consultado el notable texto que el doctor Gonzalo Aguirre Beltrán dedicó a Moisés Sáenz.
Sobre el autor
Francisco Javier Guerrero
DEAS-INAH.